Ayer recordé mi infancia. Cuando cumplía años y era muy divertido. Muchos regalos, pastel y helado. Muchos primos y primas, muchos tíos y tías. Y yo contenta por saber que me querían tanto.
Hace dos semanas, fui a una fiesta ortodoxa de los famosos quince años. La festejada volaba de alegría, bailó las tres coreografías que se acostumbran, recibió el discurso de su padre y los besos de mamá.
Hace algunos años, me hubiera parecido lo más ridículo y seguro me hubiera burlado mucho.
En este caso iba acompañada de mi Lamento. Le rogué que se vistiera, que hoy tratara de no posarse en la mesa y que no asustara a todos. Pero él gruñó fuerte y dio de saltos. Bueno. Yo lo intenté.
Mientras la quinceañera bailaba yo la veía con sonrisa, ella me miraba a mí y, a pesar de ser de esos invitados que los papás invitan y las quinceañeras no conocen, me respondía la sonrisa con la suya de chamaca.
Aplaudimos todos. Mi lamento daba vueltas a la mesa e intentaba que le prestara atención, sin embargo yo estaba distraída con los tules y con el hielo seco propio de todo baile y fiesta de quince años. Al final se cansó y se quedó dormido en la silla vacía que estaba a mi lado.
Ahora que sigo recordando el día de ayer y el día de mi cumpleaños, noto, saliéndome de mi pensamiento, que mi Lamento ha decidido posarse en la repisa más alta de la pared en mi cuarto. Ahí donde casi no hay libros y abunda el polvo. Supongo que se molesta de que yo ya no le haga tanto caso y es cuando entiendo que no somos una dupla y que, por el contrario, él se porta como si yo fuera su madre. De pronto, me doy cuenta que esa teoría no está tan alejada de la realidad. Mi Lamento es mío porque ocurrió un día. Un terrible día en que dormí llorando y amanecí igual, claro, con la sorpresa de verlo ahí, más grande de lo que puedo recordar y con la mirada encendida de odio.
Entonces, mi Lamento se posó en la repisa. Recordé al Cuervo de Poe, posado en el dintel de la puerta y mirando como demonio, y también recordé a las muñecas.
Cuando era niña y me obsequiaban por el cumpleaños, aumentaba la población de muñecas en mi alcoba. Nunca me gustaron y les temía. Su mirada vidriosa y su expresión muerta me llenaban de pánico, justo cuando intentaba conciliar mi sueño. Justo debajo de las cobijas, agarraba valor y me decidía a voltear a las muñecas para que miraran hacia la pared y perdieran la atención en mí. Pero luego mamá se asomaba a mi cuarto para ver si yo dormía y veía las muñecas. Soltaba carcajadas por ver mi disparate y las acomodaba como debían de estar. Cuando amanecía, me despertaba la mirada incesante y azulosa de las muñecas molestas, que vengaban caro mis actos de valentía.
En esta ocasión, no quise levantarme de la cama y voltear a mi Lamento para que viera a la pared. Sólo decidí ignorarlo, y conciliar el sueño con la música del radio o dando vuelo a mis imaginaciones y sueños. Pensar en sexo o en el trabajo de mañana. Planear si al día siguiente comenzaría mis pendientes o seguiría siendo uno de esos días que armo al momento.
Duermo. Tengo 24 años y ya no es tiempo de seguir con los miedos y conflictos que decidí acabar desde el cumpleaños anterior.
2 comentarios:
Algo me gusta de que ese lamento se vaya retirando...
Te mando mil besos
me gustan las letras, como me han gustado tus palabras, siempre.
te kiero!
mariana
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