Hace algunos meses, supuse que había sido muy afortunada y que tuve oportunidad de ver todo lo que quería y todo lo que podría querer. Mis ojos siempre resultaban grandes aliados y consuelos incondicionales.
Pero el otro día descubrí que tenía una especie de piedra debajo del párpado, de modo que intenté revisarlo para asegurarme.
En efecto era una piedra, sin embargo, no tenía idea de cómo llegó ahí. Comencé a pensar las veces que había estado mirando en la calle. Creo que mis ojos se abrieron de más y eso provocó que una piedra ligera volara hacia el interior de mi ojo.
Quizás no tiene mucho que ver y sólo la piedra se instaló un día que dormitaba en el parque. Una piedrita huérfana que decidió alojarse en el lugar más hermoso, o el más cálido, pero al fin una piedrita dentro de mi ojo.
Siempre he sido muy hospitalaria, de modo que no me importó para nada que la piedrita se divirtiera como nunca en mi ojo y pasara una temporada ahí.
La gente me decía al verme a los ojos que si sabía que tenía una piedra en el párpado y yo les respondía que sí y que no me incomodaba. La piedra comenzaba a gustarme y la sentía parte de mí, como si mi ojo siempre hubiera tenido una piedrita, desde niña.
Sin embargo, de un momento a otro, la situación amena y confiada desapareció: mientras me lavaba la cara, sentí que había más de una piedrita en mi ojo. Palpé mi párpado y, en efecto, descubrí un segundo bulto más pequeño.
Por principio creí que mi piedrita había parido otra. Pero luego descarté esa teoría porque supuse lógicamente que desde el arribo de mi piedrita debió haber llegado otra para que hicieran una tercera piedrita. Además, no conocía del todo el tiempo preciso de gestación de las piedras ni las condiciones en que estas se deben dar dentro de un ojo.
Lo cierto es que no había modo de preguntarle a mi piedra cómo era que había una segunda pierda más pequeña haciéndole compañía.
Dejé el tema por unos días y comencé a despachar los asuntos cotidianos. Pero poco a poco, ambas piedras hacían desastres totales que obstaculizaban por completo mi practicidad en el día. No sé bien qué era lo que pasaba dentro de mi ojo, pero todos los días terminaba llorando. Sin controlarlo. Terminaba siendo vergonzoso e incómodo, porque había veces en que me divertía mucho y, de pronto, mi ojo comenzaba llantos y llantos incontrolables, haciendo que la gente que me rodeaba se alejara con incertidumbre.
Otra mañana, eran tres piedritas. Entendí que quizás la segunda piedra que había sentido días antes, era la necesaria para hacer una tercera.
Esto se había convertido en una situación infranqueable, porque mi ojo estaba obstruido por completo. Y las piedras haciendo de faenas. Ya no eran huéspedes alegres sino demandantes. Ya me importaba mucho que se divirtieran a costa de mi ojo, de mi rostro y de mi incapacidad por sacarlas.
Decidí acabar con el problema y acudí con el oculista. Tras larga espera fui atendida por un hombre de aspecto raro que se limitó a ver mi ojo y tomar algunas notas. Luego, alargó un papel con palabras escritas y un dibujo gracioso.
Pero el otro día descubrí que tenía una especie de piedra debajo del párpado, de modo que intenté revisarlo para asegurarme.
En efecto era una piedra, sin embargo, no tenía idea de cómo llegó ahí. Comencé a pensar las veces que había estado mirando en la calle. Creo que mis ojos se abrieron de más y eso provocó que una piedra ligera volara hacia el interior de mi ojo.
Quizás no tiene mucho que ver y sólo la piedra se instaló un día que dormitaba en el parque. Una piedrita huérfana que decidió alojarse en el lugar más hermoso, o el más cálido, pero al fin una piedrita dentro de mi ojo.
Siempre he sido muy hospitalaria, de modo que no me importó para nada que la piedrita se divirtiera como nunca en mi ojo y pasara una temporada ahí.
La gente me decía al verme a los ojos que si sabía que tenía una piedra en el párpado y yo les respondía que sí y que no me incomodaba. La piedra comenzaba a gustarme y la sentía parte de mí, como si mi ojo siempre hubiera tenido una piedrita, desde niña.
Sin embargo, de un momento a otro, la situación amena y confiada desapareció: mientras me lavaba la cara, sentí que había más de una piedrita en mi ojo. Palpé mi párpado y, en efecto, descubrí un segundo bulto más pequeño.
Por principio creí que mi piedrita había parido otra. Pero luego descarté esa teoría porque supuse lógicamente que desde el arribo de mi piedrita debió haber llegado otra para que hicieran una tercera piedrita. Además, no conocía del todo el tiempo preciso de gestación de las piedras ni las condiciones en que estas se deben dar dentro de un ojo.
Lo cierto es que no había modo de preguntarle a mi piedra cómo era que había una segunda pierda más pequeña haciéndole compañía.
Dejé el tema por unos días y comencé a despachar los asuntos cotidianos. Pero poco a poco, ambas piedras hacían desastres totales que obstaculizaban por completo mi practicidad en el día. No sé bien qué era lo que pasaba dentro de mi ojo, pero todos los días terminaba llorando. Sin controlarlo. Terminaba siendo vergonzoso e incómodo, porque había veces en que me divertía mucho y, de pronto, mi ojo comenzaba llantos y llantos incontrolables, haciendo que la gente que me rodeaba se alejara con incertidumbre.
Otra mañana, eran tres piedritas. Entendí que quizás la segunda piedra que había sentido días antes, era la necesaria para hacer una tercera.
Esto se había convertido en una situación infranqueable, porque mi ojo estaba obstruido por completo. Y las piedras haciendo de faenas. Ya no eran huéspedes alegres sino demandantes. Ya me importaba mucho que se divirtieran a costa de mi ojo, de mi rostro y de mi incapacidad por sacarlas.
Decidí acabar con el problema y acudí con el oculista. Tras larga espera fui atendida por un hombre de aspecto raro que se limitó a ver mi ojo y tomar algunas notas. Luego, alargó un papel con palabras escritas y un dibujo gracioso.
No entendí nada de nada. Y me fui a casa sin comprar medicamentos. Estaba agotada y las piedras chillaban de forma extraña, como creo que las piedras no chillan o deberían chillar.
Al día siguiente, amanecí y mi ojo tenía muchas piedras. Ya no había espacio, así que se desplazaban a otras zonas de mi rostro. Ya no podía ver.
Ahora me he acostumbrado a que las piedras sigan creciendo. Las siento en las manos, en las piernas, hasta en la punta del dedo gordo del pie.
No me arriesgo a que mis ojos permanezcan abiertos, así que siempre parece que duermo. La última vez lloré piedras pequeñitas y saladas. Temo que si abro los ojos aparezcan dos rocas afiladas. Y temo mucho que algún día, todo lo que ocurre dentro de mí se convierta en piedras inquebrantables y filosas, que terminen por romper mi carne y convertirme en una estatua gris y sombría.
Al día siguiente, amanecí y mi ojo tenía muchas piedras. Ya no había espacio, así que se desplazaban a otras zonas de mi rostro. Ya no podía ver.
Ahora me he acostumbrado a que las piedras sigan creciendo. Las siento en las manos, en las piernas, hasta en la punta del dedo gordo del pie.
No me arriesgo a que mis ojos permanezcan abiertos, así que siempre parece que duermo. La última vez lloré piedras pequeñitas y saladas. Temo que si abro los ojos aparezcan dos rocas afiladas. Y temo mucho que algún día, todo lo que ocurre dentro de mí se convierta en piedras inquebrantables y filosas, que terminen por romper mi carne y convertirme en una estatua gris y sombría.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario