15.9.11

Anita y su relación inconsciente con lo ridículo

La discreta agudeza y la agudeza simple son operaciones retóricas que son bien aceptadas en lo vulgar y en lo sofisticado. Es quizás uno de los tratados en los que el alma se siente más tranquila y solaz. El buen humor, amigo incansable de la amistad, es capaz de llenar cualquier vacío de conversación aparatosa, cualquier sentido de la desdicha – ocasionado por la muerte o por el corazón partido – cualquier asomo de aburrimiento, mismo por el que, a la manera de Kafka, sólo nos queda resumir nuestro gesto en un delineo de la ceja con el dedo meñique.
Me gusta el sentido del humor y me gusta usarlo en los mayores de los casos. Pasa, entonces, que cuando gusta algo se hace tema: recuerdo que en mis primeras relaciones con la pintura, asocié algún arremedo de comic “cómico” y realicé uno a mi modo. Asimismo, cuando crecí un poco más, también recuerdo haber intentado un comic erótico, donde un par de sujetos olvidaban el tan mencionado condón de mi infancia, aquél por el cual los rockeros anunciaban el principio del placer seguro y la única medida de resistencia contra el temible SIDA.
Me gusta el buen humor, el cómico, el que mueve a la risa desenfrenada o a la risa discreta. Me gusta que la desproporción de los gestos y de las cosas nos mueva a soltar la carcajada sanadora que pone en paz el cuerpo. Aquella que, a modo de trueno, cimbra el plexo y hace que con fuerza sueltes el malestar.
Anita todo el tiempo hace bromas… a veces resultan un poco pesadas y, por tanto, su figura se torna un poco siniestra. Pero, a grandes rasgos, ¿qué no lo es? Pocas veces las sonrisas se hacen simétricas y, forzando un poco la interpretación, llegan a ser un poco sardónicas. Las personas que sonríen todo el tiempo, en realidad son amigas de la ironía y, en casos verdaderamente serios, su gesto deja de ser amistoso para convertirse en grosero.
El gesto, entonces, está fuertemente relacionado con lo cómico. Asimismo, va de la mano con lo que nos mueve a una reacción. El gesto lo es todo, el hermano, el amante, el siervo, el amo. El gesto es aquello que nos pertenece y nos traiciona, porque cuando queremos mentir, a veces se sale de control y empuja fuertemente a la verdad. Quedando, entonces, en ridículo.
El humor, entonces, relaciona aquello que resulta cómico con lo que no lo es necesariamente. Bajtín nos habla de él para relacionar los momentos en los que Rabelais habla de las grotescas aventuras de Gargantua y Pantagruel. Nos dice que todas aquellas aventuras en las que defecan, eructan y practican coitos son, en realidad, episodios sobrecogedores que permitían la “carnavalización” de los interesados lectores. Esta misma carnavalización es, también, un recuerdo profundo e intenso de las épocas en los que la subversión de jerarquías era la única manera de hacerle frente a una vida miserable y llena de tragedias (como acaso se pinta a la que se vivía en el Medioevo). Eventos en los que se coronaba al rey de los feos (y es aquí cuando Anita se imagina y recuerda diminuta y disminuida, en los momentos en que más triste se sentía y más deforme creía que era. Sin duda, Anita piensa con nostalgia que ella hubiera sido el rey feo sobre todos los reyes feos del universo).
Pasa entonces, que el humor es un tema que sobrepasa el sentido que habitualmente le doy y, entonces, es cuando pienso en la constelación misteriosa de las cosas que significan otras. El mundo y las cosas, dice Foucault, y las constelaciones a las que él hace alusión en la Arqueología del saber. Hay, entonces, un mundo de significados que vigila cada uno de los movimientos y reacciones que experimenta nuestra alma, aspecto que sin duda, asemeja una pintura de nosotros mismos (o sólo de Anita) en la que vemos el movimiento vertiginoso de un ojo que se corta con una navaja porque dentro contiene la verdad del mundo.

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